Por: Milagros Aguirre (2 de Mayo, 2023)
Por el cumpleaños de mi amiga Franziska habíamos quedado en tomar un vinito en La Aurora, uno de los bares de La Floresta. Llegué tarde porque había asistido a mi primera clase de yoga. Franziska se reía de mí: ¿pudiste desenredarte después de quedar como un pretzel?, me dijo. Yo no entendí la broma pues no tenía idea del yoga. Llegaba feliz de la clase y me preguntaba porqué esperé tanto tiempo. Paulina, compañera de mi trabajo, me había recomendado hace mucho y yo no hacía caso, pero mi espalda gritaba: en la vida he tenido dos crisis de lumbalgia y de inflamación del nervio ciático que me dejaron inmovilizada. La primera a mis 25. La segunda, un poco antes de la pandemia. Esa me sacudió. “Si a los 53 años estoy así, en la vejez estaré inválida”, pensé con verdadero terror. El dolor siempre estaba ahí, mi cuerpo gritando y yo, ignorando sus gritos. Pero esta vez si ya me asusté. Y me asusté más cuando el traumatólogo me habló de cirugía y me mostró un clavo que parecía esos famosos miguelitos que se ponen en los paros para bajar las llantas de los vehículos. “Debo evitar una cirugía”, me dije. Así que algo tengo que hacer para no quedar como esa pobre viejecita, jorobada como un tres, arrastrándome en el piso del dolor.
Al fin me animé. Pablo Jaramillo, el profesor de Kairut Yoga, me explicó el método y me dijo, sin insistirme mucho, que probara y que si no me gustaba no pasaba nada. Ahora no veo la hora de llegar a la clase, tumbarme en el suelo y levantar las piernas contra la pared. Me alivia. De verdad, me relaja.
Sedentaria. Del escritorio a la casa, de la casa al escritorio. Nunca he hecho deporte, salvo en tiempos de pandemia que me reencontré con la bicicleta y que no hay cosa que me haya hecho más feliz en esos días tan difíciles. Todos los días me levantaba con el propósito de hacer unos ejercicios que me recomendaron para mi espalda y los hacía pasando un día, o pasando dos, o una vez a la semana, sin ninguna disciplina. Así que pensé que lo mismo me pasaría con el yoga: nunca he podido descuartizarme ni pararme de cabeza, así que no fui muy optimista a las clases de prueba. Sin embargo, salí contenta de la primera clase. Y fui a la segunda. Luego compré el plan para tres meses. Y lo renové. No he dejado de ir todo el año, dos días a la semana, salvo alguna circunstancia de fuerza mayor. Y los sábados o domingos me reservo una hora para hacer yoga en casa, con los videos de la nube de 108yoga. Ahí me acompaña el gato, Inti, que seguro lo hace mejor que yo.
En todo el año no he tenido ninguna crisis de lumbalgia. Tuve un problema en el hombro izquierdo que me impedía moverlo y de pronto, el dolor se fue. Le atribuyo al método Kairut. Un día le dije a Pablo que me haría otra radiografía para ver qué pasó con eso que estorbaba la corredera del hombro y que me hacía llorar.
Sedentaria, indisciplinada y además, con problemas de orientación y coordinación… he tenido que hacer enormes esfuerzos por no equivocarme y levantar la pierna derecha cuando Pablo dice “derecha”. En las clases, que son silenciosas, a veces no puedo de la risa: no logro sentarme sobre los talones (virasana), me dan calambres con algunos de los movimientos, no aguanto más de 10 segundos con las piernas levantadas a unos pocos centímetros del suelo pues no tengo fuerza en el abdomen. Pero he aprendido a conocer mi cuerpo, a veces ágil, a veces torpe. Hoy creo que sé escucharlo. He puesto atención a lugares de mi cuerpo que no conocía (aún me cuesta identificar la cabeza del fémur cuando Pablo da esa indicación). Pablo repite siempre que en cada clase se pone una semilla y que con el riego (es decir con el movimiento) el cuerpo se va adaptando a nuevas y maravillosas formas.
He logrado sentir, si muevo los dedos de los pies, como se masajea mi espalda. O a escuchar como cambia mi respiración cuando he flexionado la columna hacia abajo.
Nunca me ha gustado que me digan lo que tengo que hacer… pero a Pablo le sigo —o al menos lo intento—todas las instrucciones y me siento como si fuera una marioneta que se deja llevar por la voz del instructor y guía.
A veces cuando leo o cuando veo la televisión, casi como un acto inconsciente, me siento con las plantas de los pies juntas y dejando caer a un lado las rodillas o empiezo a flexionar mis pies acercando los dedos y alejando los talones.
Esta noche, en una de las posiciones antes de cerrar la clase, cerrando los ojos y visualizando mi cuerpo y el espacio en el que estaba, me vi como una masa de rosquilla entrando al horno, así, igual de enredada como un pretzel. Al fin entendí la broma de Franziska. Reí. Pablo se dio cuenta y me pidió que escriba. Y eso hago, agradeciéndole a él y al método que aplica y enseña, que hoy me siento mucho más segura y convencida de cuidar mi casa, que es el cuerpo que me acoge y sostiene.